Vivencia - Daniel Paniagua

Corría el año de 1995. Colombia atravesaba el cambio presidencial entre César Gaviria y Ernesto Samper. Mi familia fue víctima del desempleo y de las no-oportunidades que brindó – brinda y brindará – el estado Colombiano. Mi familia, como otras familias, tuvo que buscar recursos en otras partes y migrar hacia cualquier parte de Colombia –siempre y cuando lo permitiera la violencia– o del mundo, para conseguir empleo. Recibimos la llamada desde Casanare que nos daba la respuesta aprobatoria al sinnúmero de curriculum vitae enviados por toda Colombia por mi padre, recién graduado de medicina. Días después nos encontrábamos camino a la Terminal de transportes de Medellín, luego de haber dejado en un garaje alquilado todas nuestras pertenencias en cajas cafés y blancas.

Recuerdo que por esos días las carreteras de acceso a Casanare eran dos, la más corta se tomaba treinta y seis horas, sin escala, en bus. Esa misma noche, nos embarcamos rumbo a Támara, donde Arcadio Benítez nos estaba esperando. Recuerdo que por teléfono no se podía hablar mucho, sin embargo Arcadio le dijo estas palabras tranquilizadoras a mi mamá: “¿Porqué tienen miedo? Ustedes allá viven rodeados de peores cosas, sicariato, paramilitares, delincuencia común y mafia; nosotros aquí sólo tenemos la guerrilla”. Y así fue: llegamos en medio de un enfrentamiento entre la guerrilla y el ejército nacional. Llegamos entre bombas y olor a sangre. Llegamos para que mi papá tuviera que trabajar esa misma madrugada para subsanar las heridas en docenas de soldados.

Cada día, mi padre se levantaba para seguir enmendando los errores que los gobernantes no eran capaces, cada día mi mamá se levantaba para llevarme a la escuela y yo me levantaba para perseguir iguanas, gallinas o cualquier otro animal silvestre. Treinta días que admiré las iguanitas, los ratoncitos y hasta los guerrilleritos, que de seis o siete años ya sabían que tenían que pagar su cuota familiar subversiva. Treinta días, ni más, ni menos, para irnos de Támara, el primer pueblo donde viví en los llanos. Por cosas del destino y de la seccional de salud de Casanare trasladaron a mi papá, y a nosotros con él, para Pore, un pueblo a cuatro horas de Támara por carretera destapada. Allí las cosas eran más sencillas, vivíamos en la casa rural, cerca del centro de salud, cerca del olor a quirófano y a fusil.

En la casa rural del centro de salud de Pore también vivía una Odontóloga, cuyo nombre no recuerdo, y la Mona, su asistente. La Mona era una auxiliar de odontología sin estudios ni títulos, era el cupo forzado que el gobierno debía cederle al grupo subversivo de la zona con tal de mantener una aparente paz. La Mona era guerrillera.

La Mona era hija de un guerrillero campesino, que se metió a la guerrilla por obligación, porque las casas campesinas tiene que dar su cuota de algún modo y como en el campo no hay plata, entonces la cuota se resume en dar un miembro de la familia a algún frente para poder acabar con el imperialismo. La Mona entró a la guerrilla porque su padre murió y a ella no le quedó más que asumir ese cupo. Me la imagino en una fila, vestida de camuflado, con la mirada tierna que siempre tuvo y me da un miedo terrible. Me la imagino así y me acuerdo que un día le contaba a mi mamá, mientras me acariciaba la cabeza, que odiaba el camuflado y que le encantaría ponerse medias veladas como hacen por allá en la capital paisa. Su sueño no era acabar con el imperialismo de ningún modo, ni llevar una bandera llena de sangre pero limpia de corrupción; su sueño era vestirse de medias veladas, de falditas cortas, de labial rojo y pestañina Revlon, su sueño era que las llamadas que recibiera no fueran para informar sino para sentirse amada, para soñar que algún día todo cambiaría y de repente ser feliz con su amor eterno. Su sueño era ser mujer.

El centro de salud era pequeño. Tenía un consultorio de odontología, otro de medicina general y una sala de urgencias. Después de la sala de urgencias estaba el cuarto de la Mona. Al frente del cuarto estaba la planta, por si hacían algún atentado en medio de una cirugía; cosa que pasaba aproximadamente dos veces por semana.

Según la agenda gubernamental para el municipio, era urgente hacer un cambio de personal en el centro de salud. Mi papá, como director del centro de salud, a escribirle a la seccional de salud de Casanare. En la carta pedía respetar la posición de la Mona en la institución, explicitando que ella estaba protegida en Pore; únicamente en este pueblo. Dos noches después nos despertaron las luces de una ambulancia. “Nos vamos rápido, doctor, que nos pueden coger”. Alguien había denunciado a mi papá.

Una semana después de estar en Medellín, nos llamaron para decirnos que a la Mona la habían matado. La Mona fue trasladada a un pueblo en el que la guerrilla no controlaba la zona, pero los paramilitares sí. Fueron ellos los que le dieron muerte a sangre fría en cuanto llegó: por guerrillera, por torcida y por Mona.

Ya han pasado más de diez años de la muerte de la Mona, pero ella sigue bailando al son de los disparos entre las hojas de plátano. Sigue bailando entre culebras y sapos a sus veintidós años. Al final, la Mona cumplió sus sueños: en la libertad absoluta de su ataúd, iba vestida de medias veladas, de faldita y de pestañina Revlon. Adiós Mona. Adiós.

Daniel Paniagua







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